De niño me llamaba mucho la atención lo grande y alto que me veía tanto yo como las demás personas en las sombras del amanecer o del atardecer. Veía a mi sombra como otra persona muy fuerte pero misteriosa, que se chocaba con las demás sombras al caminar, superponiéndose a andenes, bancos y todo lo que se atravesara, pero yo no sentía nada. Pareciera que hubiera todo un mundo inconsciente y oscuro ante nuestros pies, bidimensional y difuso, pero más grande que nuestra luz.
La verdad es que aún me gusta mirar mi sombra cuando voy por ahí.